Alveiro Monsalve: el cooperativista
que puso a las personas en el centro de todo
Con ocasión del aniversario de su fallecimiento, Gestión Solidaria presenta una crónica sobre la vida y el pensamiento del pensador cooperativo Alveiro Monsalve Zapata, basada en entrevistas con su esposa, su hijo y su mejor amigo.
Por Fernando Chaves Valbuena
Alveiro Monsalve Zapata estaba predestinado a ser cura. Así lo había soñado su madre Edelmira, que le señaló el camino matriculándolo para el bachillerato en un seminario de misiones en Yarumal, Antioquia, a 122 kilómetros de su natal Medellín.
Apenas se graduó, la congregación lo mandó como misionero al Urabá, el Chocó, la costa Caribe y otras partes de Colombia. La correría, que duró dos años, consolidó su sensibilidad social, su carácter humanista y su disciplina de “curita exigente y cansón”.
Pero también era muy terco y le encantaba desafiar las reglas, aún las de la predestinación, así que un día decidió que lo suyo no era la sotana. Y desertó.
Mercadeo de solteros
La verdadera vocación de Alveiro era el amor. Por eso siempre sostuvo que su esposa Ana Lucía le dañó la vocación de cura. “No es cierto”, dice ella. “La verdad es que cuando yo lo conocí ya andaba en el mundo y no era tan religioso”.
Después de la misiones, había estudiado mercadotecnia y economía y se había convertido en profesor de la escuela de mercadotecnia de Medellín. Y allí llegó como estudiante Ana Lucía. “Me tocaba validar una materia y me asignaron a ese profesor. Y ahí fue Troya”, confiesa entre risas. Fue un amor a primer “impacto“. Hubo motivación, conocimiento posicionamiento e impulso. Así que entre lección y lección se fueron enamorando.
“Los directivos de la escuela eran muy amigos de él y de mí, entonces hubo complicidad, pero decían que les había conquistado el profesor para pasar la única materia que me faltaba”. La verdad, sin embargo, era que entre los dos crecía un amor legítimo, aventurero y leal que, como dirían los curas de Yarumal, permaneció intacto hasta la muerte.
A Ana Lucía la enamoró la sensibilidad de Alveiro, su preocupación profunda por las demás personas y su sentido de compromiso y dedicación al trabajo, pero también su espíritu transgresor. “Era muy exigente pero le gustaba mucho saltarse las normas. Yo fui monitora de la biblioteca y él siempre llegaba a pedirme libros prestados sin el carné. Y yo le decía: profesor, qué pena con usted, pero sin el carné no le puedo prestar los libros”.
Fueron dos años de un noviazgo intenso. Estaban juntos cuanto fuera posible, se veían todos los días y se esperaban a la salida para tomar el transporte a sus casas. Y en el 84 se casaron y empezaron su vida en pareja.
Ana Lucía se convirtió así en su compañera de andanzas y la mujer con la que cumpliría sus sueños, el mayor de ellos Daniel, su único hijo. “Era muy orgulloso de su familia, de su esposa y de su hijo, que también era su cómplice.”, dice Alfredo Alzate, su mejor amigo. “Ana Lucía era su polo a tierra, el refugio de su vida, su referencia para muchas cosas, la citaba mucho. A veces no necesitaba ni hablarle, solo buscaba su mirada para encontrar su aprobación. Ella le traía mucha felicidad”.
Carrera solidaria
Alveiro estudió en la Universidad Cooperativa y su director de tesis fue Nelson Rueda, que era gerente de Coomeva en Medellín. Le pareció tan aventajado que le dijo: usted tiene que venirse a trabajar conmigo. Y lo nombró director de Salud. Estuvo allí por varios años, hasta que una oferta para Director Regional le hizo realidad un deseo que compartía con Ana Lucía: vivir en Bogotá.
Ya se había enamorado del cooperativismo, como explica ella: “Se metió de lleno y empezó a estudiarlo. Admiraba muchísimo a los fundadores de Coomeva, y como era muy crítico, siempre se preguntaba: ¿por qué en Colombia no podemos hacer lo que hacen en España, lo que hacen en Estados Unidos, lo que hacen en otros países. El cooperativismo es una cosa que se lleva en el alma y que se vive. Y por eso luchó toda la vida, hasta su fallecimiento”.
Hizo una carrera tan larga como sorprendente, porque alternó las actividades de docencia, investigación, asesoría y producción intelectual sobre el sector, con el ejercicio pragmático de la gerencia.
Después de Coomeva, fue gerente de Credicoop, Coopebis, Cooacueducto, Coopcafam y el Fondo de Empleados de la Central de Mezclas. Y en cada entidad puso siempre a los asociados en el centro de la gestión, como recuerda su hijo Daniel. “Siempre decía: tenemos que trabajar no para los directivos ni para los empleados, sino para los asociados, el asociado merece ser más que un ahorrador, necesita tener una cooperativa para que sea su apoyo, su disfrute, su goce. Él siempre tomó al ser humano como centro de la actividad económica, social y de todas las actividades humanas”.
En lo académico, estuvo vinculado a la Universidad de Antioquia, la Escuela de Mercadotecnia de Medellín, la Universidad Cooperativa y la Universidad Javeriana, con la que tuvo su más larga y profunda relación. Fue profesor de algunos diplomados y ofrecía conferencias y charlas. Posteriormente se vinculó más formalmente, dictando cursos, hasta que, con otros docentes, crearon la especialización en alta gerencia cooperativa, de la cual era docente al momento de su fallecimiento.
Como asesor, trabajó con gremios y organizaciones cooperativas y del Estado y recorrió toda Colombia educando a las comunidades en cooperativismo y economía solidaria. “En cada rincón de Colombia hay una cooperativa que él ayudó a crear. Capacitó a los asociados y los acompañó en todo el proceso. Ir a cualquier pueblito a dictar una capacitación, para él era lo máximo. Y les daba todo lo que podía, no se guardaba nada”, dice Ana Lucía.
Y agrega Daniel: “A muchas cooperativas pequeñas y medianas les ayudaba reformulando sus estatutos, diseñando los planes estratégicos, pero también lo hizo con las grandes. Su último trabajo fue para la reestructuración de Coosalud, una cooperativa que lo dejó impactado porque estaba vinculada a unos temas sociales muy importantes y él nos contaba esas historias tremendas de la otra Cartagena, que la gente no conoce”.
También tenía una historia muy especial con Coopebis porque durante muchos años participó en diferentes procesos y llegó a gerenciarla. “Estaba tan obsesionado con cambiar las cosas que no se hacían bien y con sacarla adelante, que cuando se sentó en su nuevo escritorio notó que era muy alto y su primera decisión como gerente fue mandarle a cortar las patas. Así arrancó su gestión”.
El ecologista, el artista, el arquitecto
Si de predestinaciones se tratara, Alveiro Monsalve también pudo ser artista, o herrero. Era su herencia familiar. Su padre Jesús se ganó la vida haciendo de todo y fue herrero, y su abuelo era un artista: muchas de las estatuas del Cementerio de San Pedro, en Medellín, fueron obras suyas.
Cuenta Ana Lucía que Alveiro heredó esa esas aptitudes artísticas del abuelo y al final de su vida dedicó mucho tiempo a hacer esculturas en madera. Pero no sólo esculturas. La madera ejercía un hechizo sobre él, al punto que en su finca construyó por sí mismo, con el apoyo de su esposa, un quiosco que habilitó como taller de ebanistería, lo que devela otra de sus vocaciones: la de arquitecto.
De la familia también le vino una dureza aparente que se desmoronaba en ternura con su esposa, con su hijo e inclusive con cualquier niño. Valoraba tanto al otro, que el enojo le duraba segundos. “Tenía sus momentos, pero le pasaba muy rápidamente y al rato ya estaba haciendo algo por mí o conmigo, porque era una persona que daba mucha tranquilidad y ponía el bienestar de las personas en el centro”, dice Daniel. Era un muy buen ser humano y los primeros en saberlo fueron sus familiares. Sus cinco hermanas lo tenían como un gran ejemplo y contaban con él como confidente y consejero.
También era una persona exigente y le gustaba que las cosas se hicieran como él las tenía en la cabeza, admite Ana Lucía. “A veces parecía un poco terco, pero era algo bien intencionado de su parte, de acuerdo con su concepto de lo que era bueno. Y se tomaba muy personalmente el querer transformar las cosas y que la gente actuará de manera correcta y se fuera por los buenos caminos. Por eso estaba muy pendiente de todo, era muy crítico”.
A Daniel le sigue sonando como un eco dulce, la parábola de las piedras, que retrata a Alveiro como metódico y visionario. “Siempre me insistía en que yo debía pensar en los siguientes pasos en el futuro. Hay que prever, decía, y siempre hablaba de las piedritas en el río: cuando uno cruza sobre una piedra, tiene que saber dónde está la siguiente, buscar la siguiente para cruzar el río. No se trata sólo de apoyarse en la primera piedra, sino de pensar en la siguiente porque la intención es cruzar el río”.
La hora del campo
Durante su vida en el seminario campestre de Yarumal, y en las misiones que le siguieron, Alveiro desarrolló mucho el amor por la naturaleza. Siempre estuvo inquieto por el manejo que los seres humanos le damos al planeta y siempre insistió en la necesidad de cuidar la naturaleza, de conocer el país para poderlo querer y cuidar sus recursos. “Si no conocemos el país y no conocemos sus recursos, no vamos a tener la iniciativa de cuidarlos”, decía.
Así que con Ana Lucía y Daniel, alimentaron el sueño de vivir en el campo. Siempre tenían en su apartamento hamacas y muebles rústicos y pesados. “Si no tenemos finca, por lo menos tengamos los muebles y la decoración de finca”, decían.
Hasta que un día, cuando ya tenían alguna independencia económica, lo decidieron: “Por qué no le metemos plata a una finca, nos vamos a vivir allá y miramos a ver qué hacemos”. Y así fue: la encontraron en Gasca, Cundinamarca.
Daniel, que le acolitaba todo, apoyó la idea con entusiasmo. “Yo ya no vivía todo el tiempo con ellos, no tenía que lidiar con los problemas cotidianos de la finca y me tocaba la parte chévere, fue una experiencia muy grata porque tuvimos ovejas, ganado de levante, un montón de gallinas, una huerta y sembrados. Inclusive en algún momento intentamos el procesamiento de comida para ganado. Llegamos a tener un negocio de artesanías cerca del pueblo y aprendimos un montón del campo, de la ruralidad, de cómo funciona eso”.
El muchacho Alfredo
Alveiro tuvo muchos amigos en su vida, pero pocos del alma, como evoca Ana Lucía: “Él y yo éramos de pocos amigos en la vida cotidiana y personal, pero desde que conoció a Alfredo Alzate hicieron muy buena amistad. Decía que era un chico muy inquieto, que le gusta innovar, que le gusta hacer cosas, que la lucha, se esfuerza y hace las cosas bien. Entonces, se comprometió emocionalmente con él y decía: tengo que apoyar a Alfredo en todo lo que se le ocurra. Tuvieron una amistad muy bonita”.
Alfredo lo confirma con la voz quebrada por la pérdida y la añoranza. “Cuando estaba iniciando con Gestión Solidaria, una vez nos llamó alguien a comprar 12 suscripciones. Sorprendido, fui allá y era la secretaría del profesor Alveiro, que le había ordenado la compra. Meses después él me mandó un artículo y así empezamos a tener conversaciones. Se convirtió en colaborador permanente de la revista y cuando venía de la finca a Bogotá buscábamos un espacio para tomarnos un café y echar cuentos. Era la posibilidad de contar con un asesor de alto nivel sentado en un restaurante humilde comiéndose un corrientazo conmigo”.
Su sólida amistad le dejó la certeza de que las mayores cualidades del profe Alveiro, como siempre le dijo, eran su humanismo, su practicidad y su capacidad para escuchar y comprender a las personas. “Tenía muchas cualidades de liderazgo, tenía la experiencia que le permitía fijar un rumbo, pero no imponía su criterio sino que era muy práctico, dejaba que el problema fluyera, que la gente encontrará la solución, y no se enredaba en discusiones”.
Cuenta que en sus últimos tiempos Alveiro se vinculó a un grupo de filosofía. “Ese grupo le permitió reconocer el alto nivel intelectual en el que estaba y, sin embargo, él no trataba a nadie como una persona inferior, no considera que estuvieran más arriba o más abajo, sino que encontraba el valor en cada uno y eso era algo muy admirable”.
Y asegura que a pesar de ser una persona muy fuerte, poseía las virtudes de la calma, la prudencia y la paciencia. “Tenía la sabiduría para manejar las situaciones y darle al interlocutor, respeto y valoración. Desde su alto nivel intelectual, tenía la capacidad de tomarse el tiempo para escuchar a las personas y respetar sus ideas”.
También se comprometía con muchas causas de manera generosa, con un espíritu verdaderamente cooperativo. “Cuando el sector solidario quiera volver a sus raíces, a su esencia humanista, muchas personas van a necesitar y van a querer releerlo y se va a volver un clásico”, concluye.
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“Decirle al señor Monsalve que se equivocaba era toda una osadía, algo inadmisible; pero después terminaba aceptando que usted tenía razón”. Ana Lucía Ortiz, esposa
“Durante toda la vida yo maneje las cuentas y las tarjetas de Alveiro. Yo era la que sabía cuándo había que hacer los pagos y cuánto había que pagar. Tenía toda su confianza y eso es algo que le he agradecido toda la vida”. Ana Lucía Ortiz, esposa
“Para él lo más importante en la cooperativa era escuchar a las personas, verlas y saber que las cosas no se estaban haciendo ni por plata ni por beneficio personal, sino por el bienestar de los demás”. Daniel Monsalve, hijo